Se dice que el cisne canta una bella canción en la hora de su muerte después de toda una vida de silencio. Es un quejido suave y melancólico por la vida que abandona, como si lamentarse su marcha, mientras se funde con el viento para entregar su alma. Abre sus alas por última vez, bello, armonioso, majestuoso, y se abandona a la muerte en una rendición total, que es la aceptación del ciclo natural de la vida. No hay vida sin muerte, ni muerte sin vida. Su cuerpo alimentará a otras especies mientras su alma inicia el vuelo hacia otra realidad ignora. Pero su canto permanece impregnado en el aire, en la tierra, y en los corazones de quienes lo escucharon, como un presente a la realidad más material. Una despedida. Y no es más la belleza de las notas y su melodía, como el gesto en sí: el agradecimiento a la vida por un camino lleno de recodos y matices, a la que entrega en el acto final algo tan personal, íntimo y propio como su propio canto, su propia esencia. En su canto el cisne recuerda que la vida también es la visión amorosa de un mundo que muere y del que se despide, y a la que contribuye de la única manera que sabe y puede. Es en la muerte cuando se despoja del ego y se muestra toda la gloria que es, recordando que es un hijo de la tierra y el cielo, y está llamado a una inmortalidad eterna. Hermoso cisne, adiós.
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