El curso de "El camino a la sombra" planteaba hoy nuestra relación con la muerte, y me ha parecido interesante volcarlo en mi blog.
La muerte nos rodea pero parece como si quisiéramos ignorarla. Es por no plantearnos la propia, por no ser conscientes de nuestra propia mortalidad, como si eso pudiera frenarla. La televisión ha hecho que contemplemos la muerte como si no fuera real, como si eso les pasara a otros y no pudiera tocarnos.
No recuerdo bien mi primer contacto con la muerte. Seguramente fuera uno de mis bisabuelos paternos, pero yo era tan bebé que no lo tengo ni registrado. Después llegaría mi tío-abuelo Pepe tras una enfermedad agónica que quizás fuera cáncer de huesos. Mis recuerdos de entonces son muy borrosos, así que yo debía ser muy pequeña también, puede que unos tres o cuatro años. Recuerdo que fuimos a visitarlo a su casa en Barajas y que estaba postrado en una habitación. Yo no quería entrar a verlo porque olía a enfermedad, pero mi abuela y sus hermanas insistieron en que pasara. Tengo la imagen de una sábana blanca cubriendo unas piernas muy delgadas y pálidas. Me impactó bastante como para no volver a entrar. Del entierro no tengo recuerdos.
La familia de mi abuela eran sepultureros, así que la muerte no les era ajena. De pequeña íbamos ocasionalmente a visitar a mi tío-abuelo Goyo, que vivía dentro del cementerio de La Almudena. Mi hermana y yo alguna vez jugábamos entre los nichos vecinos a la vivienda. Quizás de ahí venga mi gusto por visitar los cementerios, que siempre me han parecido lugares muy tranquilos y soleados. Aunque a veces mi mente me sugestionaba con el miedo a los muertos vivientes.
A pesar de esa cercanía a la muerte, siempre me ha parecido que mi familia paterna eran más expresivos en su dolor que mi familia materna. Las mujeres de mi familia nunca han llorado en entierros, a diferencia de los varones, porque ellas se ocupaban de otras tareas que eran necesarias hacer en los pueblos.
No recuerdo ninguna conversación en mi infancia que me preparara para la muerte. Para mí la muerte siempre fue un cambio de estado en preparación a otra vida. Siempre he creído en la vida después de la muerte, aunque no tenga una certeza y desconozca la forma. Incluso en el caso de que no existiera, pienso que me convertiría en parte de la tierra, igual que la sirenita de Andersen convertida en espuma de mar, y no me parece tan mal destino. Por eso no quiero que me entierren en una tumba o en un nicho, sino que prefiero una incineración y que mis cenizas reposen directamente en la tierra. Puestos a pedir, quizás pida que me suelten en el cierzo, como mi tía Ana y volar muy lejos.
Por esta forma de entender la muerte, nunca he sentido pena por los que se marchaban. De hecho, cuando escuchaba las homilías de los curas diciendo que debíamos alegrarnos, siempre me pareció bastante natural. Lo que sí siento es el dolor por la pérdida, por la separación de alguien querido y el vacío que deja en mi mundo. Lo sentía así con mis muchas mascotas y también lo he sentido con cada persona que ha desaparecido en mi mundo, aun cuando hiciera mucho tiempo que no supiera de ella. Me pasó por ejemplo con Alfredo, mi profesor de tercero de EGB, que falleció recientemente. Echaba de menos la idea que tenía de él en mi cabeza, ya que fue una persona importante en mi infancia.
Las muertes más recientes son quizás las más dolorosas: mi abuela Valentina, mi BH, mi tía Ana, mi gata Teína. Algunas de ellas todavía duelen.
La muerte de Teína fue la primera de esta ronda. Me afectó mucho porque quise acompañarla durante toda la eutanasia. Era ella mi niña y no podía permitir que muriera en aquella sala fría rodeada de desconocidos, así que estuve con ella hasta el último momento acariciando su lomo y susurrándole que estuviese tranquila. Fue un momento muy duro, pero no me arrepiento. No recuperé nunca su cadáver, y no sé si hice bien. Ahora la recuerdo en cada Samhain.
En la muerte de BH yo no estaba tan consciente porque sentía tanto dolor físico y emocional que no era muy consciente de lo que sucedía. Sí sentí caer la bolsa amniótica en el water y perderse por las tuberías. No pude recuperarlo y me parece un fin tan triste. Al menos he intentado que no se convirtiera en un excluido de mi sistema.
He pensado muchas veces en mi propia muerte. Cuando tenía unos veinte años pensaba en el suicidio, porque sufría mucho y no sabía cómo salir de ahí. Ahora sé que aquello era más una fantasía porque desconocía el dolor auténtico. No me da miedo la muerte, pero sí el sufrimiento final. He visto auténticas agonías que no tienen ningún sentido. Sé que tiene que ver con el apego del cuerpo al mundo, ya que está biológicamente programado para mantener la vida a toda costa, pero también mucha gente por miedo a dejar mal a los que se quedan. Por eso, en los últimos días de mi tía y mi abuela les di permiso para marcharse, asegurándoles que los que quedábamos íbamos a estar bien y que su papel en esta vida estaba cumplido. Supongo que la incertidumbre también frena, aunque cuando el alma ha decidido marcharse, no hay nada que pueda retenerla.
Obsesionarse con la muerte no tiene mucho sentido, porque se pierde la vida intentando no morir. Yo reconozco que he dejado de hacer algunas cosas por miedo a la muerte. Tuve unos años en que viajaba mucho y desarrollé miedo a volar. Mi trabajo lo exigía y no me quedaba otra, pero lo he pasado muy mal durante años intentando controlar ese miedo irracional. Aún me queda un poco. Por la misma razón, prácticamente he dejado de subirme en las atracciones de la feria, porque me da miedo caer al vacío. Aquí quizás tenga más fundamento, ya que una vez subí a una atracción de altura que no tenía demasiada seguridad, y me pasé todo el recorrido intentando no salirme por la puerta y caer. Tuve también un accidente con el coche hace unos años, chocando contra la parte trasera de otro vehículo, pero no tuve ninguna secuela. En realidad, no he tenido demasiados episodios de riesgo. Posiblemente el peor sucedió cuando era pequeña, que me subía muchísimo la fiebre. Mis padres me llevaron a urgencias y me sumergieron en agua helada para bajarme la fiebre, pero me la bajaron tanto que casi no remonto. En otra ocasión, una araña me picó en la playa y el veneno me puso el pie duro como una piedra, y en urgencias tuvieron que ponerme una inyección para que no me subiera más.
Que intente no obsesionarme no quita para que no trate de cuidarme un poco. El cuerpo es como un coche, que necesita un mantenimiento para funcionar y que te sirva muchos años, solo que no se puede ir al concesionario a buscar uno nuevo. Al menos de momento es así en esta realidad. Por eso importa darle una mínima atención, aunque seguramente no lo cuido todo lo bien que debería, y podría hacer mucho más por intentar darle una vida digna.
Por último me gustaría recordar que no es peor la muerte que estar muerto en vida. Hay gente insatisfecha, anclada en trabajos que no disfruta, en relaciones que no le aportan, en matrimonios de apariencia, presos de condicionantes y expectativas familiares y sociales, en el miedo, en rutinas asfixiantes y desmoralizantes; en el ruido del hacer sin ser, sin emocionarse, sin sentir la magia de la vida, sin admirar la belleza del mundo. No me gustaría caer en eso, aunque temo que en algún momento de mi vida he sido así. Lamentablemente. Un tiempo perdido que no voy a recuperar. No siempre es fácil verlo y no siempre es fácil romper con el círculo vicioso, pero nos hacemos mucho daño quedándonos ahí. Incluso diría que eso termina por acortarnos la vida y llevándonos a una mala muerte. Vivir es elegir y elegir es descartar, y a veces elegimos la muerte por miedo al qué dirán, a perder el favor de otros. Es el miedo a la libertad de ser nosotros mismos.
La muerte nos rodea pero parece como si quisiéramos ignorarla. Es por no plantearnos la propia, por no ser conscientes de nuestra propia mortalidad, como si eso pudiera frenarla. La televisión ha hecho que contemplemos la muerte como si no fuera real, como si eso les pasara a otros y no pudiera tocarnos.
No recuerdo bien mi primer contacto con la muerte. Seguramente fuera uno de mis bisabuelos paternos, pero yo era tan bebé que no lo tengo ni registrado. Después llegaría mi tío-abuelo Pepe tras una enfermedad agónica que quizás fuera cáncer de huesos. Mis recuerdos de entonces son muy borrosos, así que yo debía ser muy pequeña también, puede que unos tres o cuatro años. Recuerdo que fuimos a visitarlo a su casa en Barajas y que estaba postrado en una habitación. Yo no quería entrar a verlo porque olía a enfermedad, pero mi abuela y sus hermanas insistieron en que pasara. Tengo la imagen de una sábana blanca cubriendo unas piernas muy delgadas y pálidas. Me impactó bastante como para no volver a entrar. Del entierro no tengo recuerdos.
La familia de mi abuela eran sepultureros, así que la muerte no les era ajena. De pequeña íbamos ocasionalmente a visitar a mi tío-abuelo Goyo, que vivía dentro del cementerio de La Almudena. Mi hermana y yo alguna vez jugábamos entre los nichos vecinos a la vivienda. Quizás de ahí venga mi gusto por visitar los cementerios, que siempre me han parecido lugares muy tranquilos y soleados. Aunque a veces mi mente me sugestionaba con el miedo a los muertos vivientes.
A pesar de esa cercanía a la muerte, siempre me ha parecido que mi familia paterna eran más expresivos en su dolor que mi familia materna. Las mujeres de mi familia nunca han llorado en entierros, a diferencia de los varones, porque ellas se ocupaban de otras tareas que eran necesarias hacer en los pueblos.
No recuerdo ninguna conversación en mi infancia que me preparara para la muerte. Para mí la muerte siempre fue un cambio de estado en preparación a otra vida. Siempre he creído en la vida después de la muerte, aunque no tenga una certeza y desconozca la forma. Incluso en el caso de que no existiera, pienso que me convertiría en parte de la tierra, igual que la sirenita de Andersen convertida en espuma de mar, y no me parece tan mal destino. Por eso no quiero que me entierren en una tumba o en un nicho, sino que prefiero una incineración y que mis cenizas reposen directamente en la tierra. Puestos a pedir, quizás pida que me suelten en el cierzo, como mi tía Ana y volar muy lejos.
Por esta forma de entender la muerte, nunca he sentido pena por los que se marchaban. De hecho, cuando escuchaba las homilías de los curas diciendo que debíamos alegrarnos, siempre me pareció bastante natural. Lo que sí siento es el dolor por la pérdida, por la separación de alguien querido y el vacío que deja en mi mundo. Lo sentía así con mis muchas mascotas y también lo he sentido con cada persona que ha desaparecido en mi mundo, aun cuando hiciera mucho tiempo que no supiera de ella. Me pasó por ejemplo con Alfredo, mi profesor de tercero de EGB, que falleció recientemente. Echaba de menos la idea que tenía de él en mi cabeza, ya que fue una persona importante en mi infancia.
Las muertes más recientes son quizás las más dolorosas: mi abuela Valentina, mi BH, mi tía Ana, mi gata Teína. Algunas de ellas todavía duelen.
La muerte de Teína fue la primera de esta ronda. Me afectó mucho porque quise acompañarla durante toda la eutanasia. Era ella mi niña y no podía permitir que muriera en aquella sala fría rodeada de desconocidos, así que estuve con ella hasta el último momento acariciando su lomo y susurrándole que estuviese tranquila. Fue un momento muy duro, pero no me arrepiento. No recuperé nunca su cadáver, y no sé si hice bien. Ahora la recuerdo en cada Samhain.
En la muerte de BH yo no estaba tan consciente porque sentía tanto dolor físico y emocional que no era muy consciente de lo que sucedía. Sí sentí caer la bolsa amniótica en el water y perderse por las tuberías. No pude recuperarlo y me parece un fin tan triste. Al menos he intentado que no se convirtiera en un excluido de mi sistema.
He pensado muchas veces en mi propia muerte. Cuando tenía unos veinte años pensaba en el suicidio, porque sufría mucho y no sabía cómo salir de ahí. Ahora sé que aquello era más una fantasía porque desconocía el dolor auténtico. No me da miedo la muerte, pero sí el sufrimiento final. He visto auténticas agonías que no tienen ningún sentido. Sé que tiene que ver con el apego del cuerpo al mundo, ya que está biológicamente programado para mantener la vida a toda costa, pero también mucha gente por miedo a dejar mal a los que se quedan. Por eso, en los últimos días de mi tía y mi abuela les di permiso para marcharse, asegurándoles que los que quedábamos íbamos a estar bien y que su papel en esta vida estaba cumplido. Supongo que la incertidumbre también frena, aunque cuando el alma ha decidido marcharse, no hay nada que pueda retenerla.
Obsesionarse con la muerte no tiene mucho sentido, porque se pierde la vida intentando no morir. Yo reconozco que he dejado de hacer algunas cosas por miedo a la muerte. Tuve unos años en que viajaba mucho y desarrollé miedo a volar. Mi trabajo lo exigía y no me quedaba otra, pero lo he pasado muy mal durante años intentando controlar ese miedo irracional. Aún me queda un poco. Por la misma razón, prácticamente he dejado de subirme en las atracciones de la feria, porque me da miedo caer al vacío. Aquí quizás tenga más fundamento, ya que una vez subí a una atracción de altura que no tenía demasiada seguridad, y me pasé todo el recorrido intentando no salirme por la puerta y caer. Tuve también un accidente con el coche hace unos años, chocando contra la parte trasera de otro vehículo, pero no tuve ninguna secuela. En realidad, no he tenido demasiados episodios de riesgo. Posiblemente el peor sucedió cuando era pequeña, que me subía muchísimo la fiebre. Mis padres me llevaron a urgencias y me sumergieron en agua helada para bajarme la fiebre, pero me la bajaron tanto que casi no remonto. En otra ocasión, una araña me picó en la playa y el veneno me puso el pie duro como una piedra, y en urgencias tuvieron que ponerme una inyección para que no me subiera más.
Que intente no obsesionarme no quita para que no trate de cuidarme un poco. El cuerpo es como un coche, que necesita un mantenimiento para funcionar y que te sirva muchos años, solo que no se puede ir al concesionario a buscar uno nuevo. Al menos de momento es así en esta realidad. Por eso importa darle una mínima atención, aunque seguramente no lo cuido todo lo bien que debería, y podría hacer mucho más por intentar darle una vida digna.
Por último me gustaría recordar que no es peor la muerte que estar muerto en vida. Hay gente insatisfecha, anclada en trabajos que no disfruta, en relaciones que no le aportan, en matrimonios de apariencia, presos de condicionantes y expectativas familiares y sociales, en el miedo, en rutinas asfixiantes y desmoralizantes; en el ruido del hacer sin ser, sin emocionarse, sin sentir la magia de la vida, sin admirar la belleza del mundo. No me gustaría caer en eso, aunque temo que en algún momento de mi vida he sido así. Lamentablemente. Un tiempo perdido que no voy a recuperar. No siempre es fácil verlo y no siempre es fácil romper con el círculo vicioso, pero nos hacemos mucho daño quedándonos ahí. Incluso diría que eso termina por acortarnos la vida y llevándonos a una mala muerte. Vivir es elegir y elegir es descartar, y a veces elegimos la muerte por miedo al qué dirán, a perder el favor de otros. Es el miedo a la libertad de ser nosotros mismos.
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