Él siempre contaba la historia diciendo que lo suyo había sido un flechazo. Ella callaba, sin desmentirlo ni apoyarlo, pero todo el mundo daba por hecho que estaba de acuerdo. A veces ambos se peleaban por contar la historia y todo el mundo creía que se trataba de un cuento de hadas. Quizás era así, pero no del todo, porque las historias de amor son la mayoría agridulces, algunas ácidas, otras amargas.
Ella se quedó embarazada y tuvieron que casarse. Era lo que tocaba en aquellos tiempos y más en un pueblo. El honor, el decoro y las apariencias estaban a la orden del día. No hemos avanzado tanto como creemos, pero tenemos más opciones. Ella no las tuvo. Quizás entonces tampoco habría habido muchas para una mujer de pueblo a la que seguramente le habían inculcado que el fin de la mujer era ser madre y servir a su marido. Quizás ni siquiera llegó a atisbar otra vida más libre. Sin embargo, tampoco había querido que las cosas sucedieran de esa manera, ya que todo se precipitó, incluso aquello que era inevitable.
El niño murió a los dos años de edad. Dos años, una criatura nada más. Hay vidas que son tan fugaces y que, sin embargo, parecen tener más sentido que ninguna. Al dolor de la pérdida y de la antigua frustración se unió la culpa. Culpa porque quizás nunca quiso del todo a ese niño, porque lo había responsabilizado de llevarla a un camino que se vio obligada a recorrer. Culpa porque había odiado en secreto a su hijo, aunque al mismo tiempo lo amaba. Culpa porque no eran los sentimientos que se esperaban de una madre. Culpa porque pensó que quizás no había sido la madre que el niño necesitaba, que había algo que no le había dado. Culpa porque quizás ella había causado su muerte de alguna manera, aunque no fuese directamente.
Se sintió muy sola porque no podía compartir esos pensamientos con nadie a su alrededor. Ni siquiera con sus hermanas. Ella era además reservada y no le gustaba airear sus temas. Le parecía que era ella quien tenía que lidiar con ellos, resolverlos por sí misma. Pero aquello la superó por completo. La carga era tan voluminosa y tan pesada que le costó digerirla. En ese momento no supo gestionarla mejor y optó por pasar página y olvidar. Aquello, sin embargo, le pasaría factura años después, con una depresión que duraría mucho tiempo y que se atribuyó a una condición hereditaria que corría por el árbol familiar y que, de alguna forma, ella transmitió a sus siguientes descendientes.
Desterró al niño al olvido ¿Dónde está su tumba o su cenotafio? No existen. Prácticamente tampoco se volvió a hablar demasiado de él. Lo convirtió en un excluido del sistema, quizás no voluntariamente, pero así fue. Ahora su sobrina-nieta intenta reparar esa situación, dando al niño el lugar que siempre tuvo que tener. Y lo hace en calidad de doble de su abuela. Ella no es su abuela, pero carga con la memoria en su inconsciente. Así que ella pide perdón al niño en nombre de su abuela, le recuerda en el día de difuntos, le prende una vela, y le hace el duelo que no tuvo. Así se limpia el árbol y se sanan las heridas ancestrales.
Ella se quedó embarazada y tuvieron que casarse. Era lo que tocaba en aquellos tiempos y más en un pueblo. El honor, el decoro y las apariencias estaban a la orden del día. No hemos avanzado tanto como creemos, pero tenemos más opciones. Ella no las tuvo. Quizás entonces tampoco habría habido muchas para una mujer de pueblo a la que seguramente le habían inculcado que el fin de la mujer era ser madre y servir a su marido. Quizás ni siquiera llegó a atisbar otra vida más libre. Sin embargo, tampoco había querido que las cosas sucedieran de esa manera, ya que todo se precipitó, incluso aquello que era inevitable.
El niño murió a los dos años de edad. Dos años, una criatura nada más. Hay vidas que son tan fugaces y que, sin embargo, parecen tener más sentido que ninguna. Al dolor de la pérdida y de la antigua frustración se unió la culpa. Culpa porque quizás nunca quiso del todo a ese niño, porque lo había responsabilizado de llevarla a un camino que se vio obligada a recorrer. Culpa porque había odiado en secreto a su hijo, aunque al mismo tiempo lo amaba. Culpa porque no eran los sentimientos que se esperaban de una madre. Culpa porque pensó que quizás no había sido la madre que el niño necesitaba, que había algo que no le había dado. Culpa porque quizás ella había causado su muerte de alguna manera, aunque no fuese directamente.
Se sintió muy sola porque no podía compartir esos pensamientos con nadie a su alrededor. Ni siquiera con sus hermanas. Ella era además reservada y no le gustaba airear sus temas. Le parecía que era ella quien tenía que lidiar con ellos, resolverlos por sí misma. Pero aquello la superó por completo. La carga era tan voluminosa y tan pesada que le costó digerirla. En ese momento no supo gestionarla mejor y optó por pasar página y olvidar. Aquello, sin embargo, le pasaría factura años después, con una depresión que duraría mucho tiempo y que se atribuyó a una condición hereditaria que corría por el árbol familiar y que, de alguna forma, ella transmitió a sus siguientes descendientes.
Desterró al niño al olvido ¿Dónde está su tumba o su cenotafio? No existen. Prácticamente tampoco se volvió a hablar demasiado de él. Lo convirtió en un excluido del sistema, quizás no voluntariamente, pero así fue. Ahora su sobrina-nieta intenta reparar esa situación, dando al niño el lugar que siempre tuvo que tener. Y lo hace en calidad de doble de su abuela. Ella no es su abuela, pero carga con la memoria en su inconsciente. Así que ella pide perdón al niño en nombre de su abuela, le recuerda en el día de difuntos, le prende una vela, y le hace el duelo que no tuvo. Así se limpia el árbol y se sanan las heridas ancestrales.
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