Johnny adoraba circular por las calles de Madrid en coche. Sentado en el asiento del copiloto del coche de su amigo Chesu, con el reaggeton sonando a todo volumen, y consumiendo kilómetros a gran velocidad, aquello sabía a libertad y también a rebeldía. Quizás no era gran cosa, pero a él le daba la vida.
Llegaron a un semáforo y pararon junto a un coche blanco. Conducía una mujer, y eso siempre era un aliciente. A Johnny le gustaba vacilar a las chicas desde la ventanilla. No había ninguna mala intención en aquello, solamente diversión, dando rienda suelta a las hormonas revueltas de un chaval de dieciocho años.
Miró a la conductora para ver su aspecto. Vacilaba a las guapas, a las que le gustaban a él. Si ellas reaccionaban a sus provocaciones, se crecía. Entonces se sentía como un tío gracioso y ocurrente, algo que le colocaba por encima de Chesu, que no tenía su ocurrencia. Tenían una competición sana con respecto a las chicas: salían a ligar cuantas más mejor, pero jamás discutían por mujeres, porque los colegas están por encima de las pavas.
Su primera impresión sobre la conductora era una mujer de mediana edad, de melena corta y color de pelo claro. Era mucho mayor que él, posiblemente le doblaba la edad, pero le pareció bonita . Ella miraba a su alrededor sin fijar la vista en nada concreto, esperando el cambio de color del semáforo. Desde luego no se había fijado en él. Al mirar a sus ojos azules, vio en ellos una enorme tristeza, y aquella sensación le traspasó el corazón. Parecía tan vulnerable, tan perdida. Se despertó en él una emoción a la que no supo dar nombre, porque era la mezcla de varias: pena, ternura, compasión.
Habría querido consolarla en ese mismo instante para poder aliviar su aflicción, abrazarla y acariciarla, como se cuidan las cosas que amas y quieres preservar y proteger. Pero el semáforo se puso en verde en ese momento, y el coche blanco giró a la derecha, alejándose del coche de Chesu, que siguió recto.
Entonces Johnny supo que se había enamorado y que no volvería a verla más.
Llegaron a un semáforo y pararon junto a un coche blanco. Conducía una mujer, y eso siempre era un aliciente. A Johnny le gustaba vacilar a las chicas desde la ventanilla. No había ninguna mala intención en aquello, solamente diversión, dando rienda suelta a las hormonas revueltas de un chaval de dieciocho años.
Miró a la conductora para ver su aspecto. Vacilaba a las guapas, a las que le gustaban a él. Si ellas reaccionaban a sus provocaciones, se crecía. Entonces se sentía como un tío gracioso y ocurrente, algo que le colocaba por encima de Chesu, que no tenía su ocurrencia. Tenían una competición sana con respecto a las chicas: salían a ligar cuantas más mejor, pero jamás discutían por mujeres, porque los colegas están por encima de las pavas.
Su primera impresión sobre la conductora era una mujer de mediana edad, de melena corta y color de pelo claro. Era mucho mayor que él, posiblemente le doblaba la edad, pero le pareció bonita . Ella miraba a su alrededor sin fijar la vista en nada concreto, esperando el cambio de color del semáforo. Desde luego no se había fijado en él. Al mirar a sus ojos azules, vio en ellos una enorme tristeza, y aquella sensación le traspasó el corazón. Parecía tan vulnerable, tan perdida. Se despertó en él una emoción a la que no supo dar nombre, porque era la mezcla de varias: pena, ternura, compasión.
Habría querido consolarla en ese mismo instante para poder aliviar su aflicción, abrazarla y acariciarla, como se cuidan las cosas que amas y quieres preservar y proteger. Pero el semáforo se puso en verde en ese momento, y el coche blanco giró a la derecha, alejándose del coche de Chesu, que siguió recto.
Entonces Johnny supo que se había enamorado y que no volvería a verla más.
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